jueves, 27 de noviembre de 2008

EL RAMO

Pablo la miró despacio. La reconoció. Marina no se fijó en él. ¡Había pasado tanto tiempo! El lunar que tenía
en el pómulo izquierdo, justo en el hoyuelo, le había servido para identificarla:

– Ma... Ma... –balbuceó ¡Menos mal que no me ha oído! –dijo para sí ¡Es imposible que me reconozca! ¡No me reconozco ni yo, en el escaparate!

Se dio media vuelta y caminó deprisa. De pronto, cambió de opinión y giró sobre sus pasos:

– Voy a preguntarle si me reconoce. –iba mascullando mientras alargaba el paso.

Llegó donde la había visto. Había desaparecido entre los numerosos clientes del centro comercial. Se quedó ensimismado, sin poder dejar de pensar en ella.

Había sido su primera ilusión, quizá fuese muy joven para esos avatares, sólo trece años, ella once. Pablo se había desarrollado muy pronto, en cambio Marina...

Recordaba perfectamente su pelito corto, sus calcetines blancos, su faldita tableada que dejaba al descubierto gran proporción de sus muslos, su carita redonda y esos ojazos negros como el alma de Manolo, que era el amigo más gamberro que tenía Pablo y se metía hasta con don Nicasio, el párroco de la iglesia del Parque Móvil. Risueña, muy risueña. Jugaba con las demás niñas: A la comba, al escondite, a saltar con los pies juntos o separados sobre unas líneas que pintaban en el suelo y que nunca averiguó su significado. Era tal la atracción que sentía por ella que la seguía a todas partes.

– ¡Me voy al parque con los amigos! –decía a su madre.

E iba corriendo hasta su portal, en el número once de la calle General Álvarez de Castro. Desde la acera de enfrente esperaba paciente a que saliese y se pasaba las horas muertas viéndola jugar con sus amigas,
o la seguía cuando su madre la mandaba a algún recado.

– “Marina, Marina, Marina. Contigo me quiero casar” –canturreaba absorto mientras esperaba su presencia en el portal.

La madre de Pablo se percató que llegaba más tarde de lo habitual, pero él siempre ponía a alguno de sus amigos como pretexto. Incluso notó que comía menos:

– ¡Es que hemos comprado unos botes sorpresas, y los caramelos y los polvos rosa me han quitado el hambre! –le respondía a su madre.

Un día se decidió a expresar su amor a Marina. Arrancó de una maceta, que tenía su madre en la terraza, un puñado de margaritas y muy ufano se dirigió al encuentro con Marina. ¡Hay que ver la cara que puso doña Eulalia, cuando vio la maceta pelada! Pablo juró y perjuró que él no había sido.

Como iba diciendo, llegó a casa de Marina escondiendo las margaritas debajo del jersey. Ésta vez no esperó en la acera de enfrente sino que se atrevió a cruzar de acera. Llevado por la excitación comenzó a tararear la canción:

– “Marina, Marina, Marina. Contigo me quiero casar. Linda pescadora...”

– ¡Payaso! –le gritó la niña encolerizada por la alusión que se le hacía en la canción.

Pablo cambió de color, primero al rojo, luego al blanco y por último al verde mientras que un dolor intenso le oprimía la boca del estómago, se dio la vuelta y caminó deprisa. Llegando a la intersección con la calle Viriato sacó las margaritas y las arrojó debajo de un coche aparcado. No volvió nunca a pasar por su calle, siempre daba un rodeo para no coincidir con el número once de General Álvarez de Castro. Pasaron los años y se casó con una chica que tenía cierto parecido con Marina. Pablo había enviudado hacía año y medio cuando reconoció a Marina en el centro comercial.

– ¿Me permite pasar? –le inquirió una señora que empujaba un carro con la compra realizada en uno de los supermercados del centro.

Pablo se retiró sin decir nada y caminó ensimismado hacia la salida. Sin pensar se dirigió hacia un puesto de flores:

– ¿Tiene margaritas? –preguntó a la dependienta.

– ¡Sí señor! ¿Le parece bien éste ramo?
–dijo señalándole uno enorme, muy bien adornado y envuelto primorosamente.

– ¡No, no! Yo quisiera diez o doce –le respondió algo abochornado.

– Póngalas en un papel de periódico. ¿Qué le debo?

– ¡Nada señor, nada! –le dijo la dependienta con aire enternecido.

– ¡Creo que, ésta noche, no voy a cenar solo! –exclamó Pablo mirando las margaritas.

– ¡Buenas noches, señor! ¡Y que tenga éxito!

Pablo colocó las dos sillas, una frente a la otra, a cada lado de la mesa redonda. Puso dos platos y dos juegos de cubiertos. Dos copas nuevas sin estrenar, ya que él habitualmente utilizaba una única copa rayada, por el paso de sus innumerables lavados. Las llenó de vino hasta el borde:

– ¡Por ti, Marina! –y apuró de un solo trago la copa.

Los brindis se fueron sucediendo uno a otro hasta que quedó dormido, con la cabeza entre las manos, apoyado en la mesa del comedor.

Quién sabe si la próxima vez estuviese Marina sentada en la silla vacía frente a él. De todos modos intentaría encotrarla, todos los días, en la zona comercial en que la había visto.

Esa noche, desde luego, fue feliz, pues no cenó solo. Estuvo acompañado de sus recuerdos.